En este artículo se evidencia el rechazo al pasado musulmán de España, en este caso de Ávila, ciudad castellana declarada Patrimonio de la Humanidad. Aquí se encontró el único cementerio islámico completo del estado y el mayor de Castilla León. Sin embargo, la campaña de protección desatada en los años noventa para declararlo bien de interés común se desestimó, provocando su desaparición, siendo tachada de «fiebre proislamista», «capricho orientalista» y «excentricidades a favor de los hijos de Alá».
Daniel Gil-Benumeya – FUNCI
A finales de los años noventa del siglo pasado, se produjo en Ávila un hallazgo excepcional: el cementerio islámico medieval más grande y completo de Europa. A orillas del río Adaja, en el paraje conocido como Vado de San Mateo, aparecieron más de tres mil tumbas de los siglos XIII al XV, herencia de la comunidad mudéjar de Ávila, la mayor de Castilla la Vieja. Mudéjares, recordémoslo, es como suele llamarse a los musulmanes que vivieron como minoría bajo poder cristiano, aunque se trata de un nombre más historiográfico que histórico, ya que en su época no eran llamados de este modo sino moros, o —por ellos mismos— muslimes. En una ciudad como Ávila, que se reclama «de las tres culturas», poseer el mayor ejemplo de cementerio islámico medieval habría debido de ser un motivo de orgullo. Sin embargo, ocurrió todo lo contrario: la excavación del cementerio fue el preludio de su destrucción absoluta en los años siguientes. Hoy su lugar lo ocupa una urbanización.
Cómo pudo ocurrir algo así, en los mismos años en los que el mundo se estremecía por la destrucción patrimonial llevada a cabo por los Talibanes y después por sus émulos de ISIS, es lo que cuenta el documental Maqbara (2016), de José Ramón Rebollada, que enlazamos al final de este artículo. El título del documental significa, precisamente, «cementerio» en lengua árabe, y es, por cierto, el origen de la palabra castellana macabro.
La maqbara islámica de San Nicolás —así llamada por la parroquia aledaña— es una de las al menos tres con las que contaba Ávila, y su ubicación era conocida desde hacía siglos. Tras la conversión forzada de los musulmanes castellanos al cristianismo en 1502, el terreno quedó abandonado y sus piedras funerarias comenzaron a ser reutilizadas en construcciones por toda la ciudad. Hoy en día siguen siendo visibles, embutidas en los muros, usadas como lindes de campos y hasta como bolardos. No obstante, en 1998, cuando empieza esta historia, quedaban aún centenares de ellas en los terrenos de la maqbara. La tipología de las piedras nos proporciona datos interesantes sobre los mudéjares abulenses, ya que la mayor parte de ellas tienen forma de cipo, es decir, son cilíndricas, hecho excepcional que solo tiene precedentes en Toledo. Esta originalidad, además de dotar de un valor añadido a las piezas, hace pensar que la comunidad musulmana de Ávila se formó mediante repoblación con personas venidas de la ciudad del Tajo, y de hecho la cronología del cementerio de San Nicolás lo respalda, pues no existen tumbas del periodo andalusí.
Comunidad mudéjar
Los musulmanes de Ávila representaban en torno a un 8% de la población, porcentaje que aumentó tras la expulsión de los judíos. Como en el caso de la comunidad mudéjar madrileña y otras, esa minoría tenía una importancia cualitativa que iba más allá de su discreto número, debido a que dominaba sectores productivos específicos, como el del trabajo del metal, la trata de ganado y el conjunto de las artes ligadas a la construcción y obras públicas. Sus intervenciones están documentadas en varios documentos históricos. Por ejemplo, en 1396 el cabildo de la catedral firmó un contrato con un alarife llamado Hasan, hijo de Ali, para convertir un terreno de secano en una huerta mediante la construcción de una noria —como la que existe hoy precisamente junto a lo que fue el cementerio—, lo que resulta indicativo del mantenimiento de las ciencias agrícolas andalusíes entre los musulmanes castellanos. Existen intervenciones similares de maestros musulmanes en el palacio de don Pedro de Ávila o en el Monasterio de Santo Tomás, donde subsisten elementos ornamentales mudéjares. Y, sobre todo, son visibles las intervenciones en las célebres murallas de Ávila, pues los alarifes mudéjares eran los encargados de su mantenimiento. De ahí que las partes altas de la misma, que son las que más se deterioran, presenten elementos propios del arte mudéjar.
Los musulmanes de Ávila representaban en torno a un 8% de la población, porcentaje que aumentó tras la expulsión de los judíos.
Quitando estas intervenciones, quedan en Ávila muy pocos restos relacionados con la vida cotidiana de la comunidad. Según Javier Jiménez Gadea, del Grupo de Investigación Mudéjares y Moriscos de Ávila, la Calle Empedrada parece conservar aún los restos de una de las tres mezquitas documentadas en la ciudad, conocida en su tiempo como Mezquita de la Alquibla. Hecho que sería excepcional pues sería la única que permanece parcialmente en pie en el territorio de Castilla y León. De ahí también la importancia de la maqbara, pues constituía la mayor y más importante huella histórica de los mudéjares de Ávila. Si bien había sido clausurada y abandonada cuando los Reyes Católicos prohibieron la práctica del islam, los terrenos habían permanecido a salvo del crecimiento urbano —cosa que no ocurrió en otros lugares, como Madrid— y a sus moradores se les había permitido dormir su sueño eterno hasta que irrumpió en escena la especulación inmobiliaria del siglo XXI.
En 1985 se recalificaron los terrenos, antes considerados zona verde, con lo que perdieron la protección de la que gozaban y abrieron la puerta a su desaparición futura. Esta se verificó en 1998, cuando se aprobó un nuevo plan de urbanismo, asociado a la burbuja inmobiliaria que entonces comenzaba a formarse. Los terrenos del Vado de San Mateo fueron recalificados y entregados a la especulación. Como era de esperar, las primeras obras pusieron de manifiesto que la maqbara seguía estando allí, por lo que las autoridades municipales, a solicitud de la oposición, no tuvieron más remedio que prescribir la realización de estudios arqueológicos en la zona. Las catas confirmaron que, en efecto, los moradores del cementerio permanecían en sus tumbas. Y no solo eso, sino que revelaron la existencia de una comunidad mudéjar más grande e importante de lo que se había creído hasta entonces.
Cementerio islámico completo
Era la primera vez que se encontraba en España un cementerio islámico completo, y además en una ciudad que tiene la consideración de patrimonio de la humanidad. Con el de Ávila, son solo tres los cementerios mudéjares documentados en Castilla y León (junto a Valladolid y Cuéllar), con el añadido de que las necrópolis de época mudéjar son, en general, escasas. Sin embargo, la maqbara de Ávila era excepcional tanto por el número de sepulturas (3171, frente a las 58 de Valladolid y la treintena de Cuéllar) como por el hecho de estar completa, inalterada por construcción alguna desde el momento de su abandono, salvo por la reutilización de sus piedras funerarias. Entre las tumbas se produjo además el extraordinario hallazgo de un verraco de piedra, una de esas esculturas prerromanas propias de la región, que había sido enterrada posiblemente con el objeto de hacer escarnio de la fe islámica, ya que sus cuartos traseros miraban, como los rostros de los difuntos, hacia la Meca. En cualquier caso, un testigo interesante de la morofobia que empezó a hacerse común en la España de la Edad Moderna.
Era la primera vez que se encontraba en España un cementerio islámico completo, y además en una ciudad que tiene la consideración de patrimonio de la humanidad.
Se lanzó entonces una campaña para la conservación de extraordinario hallazgo, en la que se involucraron trece universidades españolas y extranjeras y varias organizaciones de diferente índole. Los grupos de la oposición municipales trataron de obtener una declaración de Bien de Interés Cultural (BIC) para la maqbara, intento que pareció recibir inicialmente cierto apoyo del Ayuntamiento, pero que luego se reveló simulado. Al contrario, desde medios afines al partido en el gobierno y a los promotores urbanísticos, cuenta el documental, se desató una campaña mediática en la que los defensores de la conservación arqueológica fueron acusados de oponerse al desarrollo de la ciudad, pero en la que también se utilizaron con profusión argumentos nacionalistas y culturalistas.
La campaña en favor del BIC fue tachada, así, de «fiebre proislamista», «capricho orientalista» y «excentricidades a favor de los hijos de Alá», tal y como recoge la prensa de entonces, y a sus artífices se les acusó de estar «empeñados en que los españoles nos sintamos culpables por haber triunfado en la guerra de la Reconquista, por recuperar todo nuestro territorio nacional y por expulsar a quienes nos invadieron e intentaron imponer una cultura y una religión ajenas a nuestro ser europeo». Los más destacados de entre ellos fueron objeto de acosos y hasta recibieron amenazas de muerte por «traidores a la raza blanca». Todo ello, a juicio de los interesados, con la pasividad o incluso la connivencia de las autoridades. También se registró un acto de vandalismo contra los restos humanos del yacimiento.
La maqbara de Ávila era excepcional tanto por el número de sepulturas (3171, frente a las 58 de Valladolid y la treintena de Cuéllar).
Finalmente, la Junta de Castilla y León desestimó la declaración de BIC por considerar que el cementerio carecía de elementos monumentales. Las tumbas fueron destruidas, los restos humanos trasladados a un almacén, y sobre el paraje se edificó una promoción inmobiliaria y un hipermercado. Inicialmente, el Ayuntamiento se comprometió como solución parcial a crear un «centro mudéjar» en una de las parcelas. Sin embargo, esta fue finalmente cedida como aparcamiento al centro comercial. La única concesión a la memoria mudéjar fue la rotulación de tres calles del nuevo barrio con nombres de personajes prominentes de la comunidad extraídos de los archivos: Ali Caro, Ali Alfaquí y Abdalá el Rico. Con la historia de este último, que fue «asesinado injustamente» —tal y como reza su lápida— comienza la narración del documental.
Un cementerio judío
Paradójicamente, unos años después de la destrucción de la maqbara, en 2012, se halló en Ávila fortuitamente el resto de un pequeño cementerio judío. Sin lápidas, sin monumentalidad, con tumbas excavadas en la tierra virgen. ¿Corrió la misma suerte? No. Al contrario, el mismo Ayuntamiento que había amparado la destrucción de la maqbara inauguró en el terreno del cementerio hebraico el llamado Jardín de Sefarad, un lugar de memoria y homenaje a la comunidad judía medieval de Ávila, con preservación in situ de los restos humanos, respetando en este caso la tradición, compartida por musulmanes y judíos, de inviolabilidad de las sepulturas.
El islam ha soportado la carga de representar con especial énfasis la antiespaña, el elemento contra el cual se forjan gran parte de los mitos nacionales españoles, la Reconquista, el Cid, don Pelayo, Santiago, etc.
La suerte de la maqbara ilustra las vicisitudes de la memoria histórica del islam en España. Desde la época de los Reyes Católicos, y con más ahínco durante la Edad Moderna y en el momento de definición de la nación española en el siglo XIX, España se ha querido ver a sí misma como esencialmente católica. Aunque se trata de un proceso que no se ha dado sin ambigüedades, la memoria de los otros —los judíos, los musulmanes, pero también los gitanos, los esclavos africanos, etc.— ha sido expulsada de la conciencia colectiva. El islam ha soportado la carga de rep
resentar con especial énfasis la antiespaña, el elemento contra el cual se forjan gran parte de los mitos nacionales españoles (la Reconquista, el Cid, don Pelayo, Santiago, etc.). En el siglo XXI, con la retórica del choque de civilizaciones, la islamofobia y el cambio cultural en nuestras sociedades, afortunadamente cada vez más diversas, esa percepción no ha hecho más que acrecentarse como bandera de un sector político. Pero permea a todo el conjunto social, ya que incluso en las representaciones más amigables con el islam y la diferencia, y salvo contadas excepciones, lo islámico es siempre representado como exótico y en última instancia, extranjero. La prueba es que ni siquiera el documental Maqbara se libra de ello, pues introduce al principio una recreación de los mudéjares de Ávila, sin duda bienintencionada pero cargada de clichés orientalistas (es la única pega que le podemos poner).
De ahí que una cuestión patrimonial y arqueológica como la de la maqbara de Ávila, clausurada hace cinco siglos, derive en acusaciones de «islamismo» y «traición». Al fin y al cabo, como ya señaló el antropólogo Llorenç Prats, el patrimonio es aquello que una comunidad considera como parte del acervo histórico y cultural que constituye su identidad, y en función de ello se movilizan o no recursos para conservarlo y exponerlo. Y en España los restos islámicos no suelen salir bien parados en esta construcción simbólica, salvo que haya intereses específicos, como el del turismo, que exijan lo contrario, lo que ocurre en contados escenarios. Los cementerios parecen molestar particularmente, pues son uno de los mayores signos de arraigo de una comunidad en un territorio. Probablemente por eso también en la actualidad se ponen tantos reparos y trabas administrativas a la existencia de cementerios musulmanes. En términos históricos, la existencia de un cementerio musulmán delata una parte de la historia que no encaja con los discursos hegemónicos según los cuales la presencia musulmana en la Península es algo anecdótico y, en cualquier caso, secundario. En estas narrativas extranjerizadoras, los mudéjares, es decir, aquellos musulmanes que formaban parte de las sociedades cristianas bajomedievales y compartían lengua, hábitat y costumbres con sus vecinos cristianos y judíos, han caído casi completamente en el olvido, posiblemente porque se amoldan mal a la idea de un enfrentamiento necesario y permanente entre cristianos y musulmanes.
El mismo Ayuntamiento que había amparado la destrucción de la maqbara inauguró en el terreno del cementerio hebraico el llamado Jardín de Sefarad, un lugar de homenaje a la comunidad judía medieval de Ávila.
Durante siglos, los judíos compartieron la misma suerte. Es más, se llevaron incluso la peor parte del proceso de desemitización del que hablaba el hispanista Alain Milhou: la supresión sistemática de elementos semitas (árabes y hebraicos) que tuvo lugar en la Monarquía hispánica desde la Edad Moderna. En las últimas décadas, sin embargo, los intereses políticos y económicos han logrado que la memoria judía haya sido felizmente rehabilitada. La islámica, en cambio, está lejos de ser tratada con equidad. Al contrario, en algunas ocasiones sufre un proceso de destrucción simbólica —y en ocasiones como esta, también material— superior incluso al que padeció en el pasado, pese a las retóricas de las «tres culturas».
El documental, en definitiva, parece documentar uno de los innumerables casos de destrucción patrimonial, que en este caso adquirió cierta relevancia y halló resistencias gracias al empeño de un puñado de personas, como el historiador y concejal Serafín de Tapia, que movilizó todos los recursos a su alcance para la conservación de los hallazgos. Como dato significativo, ninguno de los cargos públicos implicados en la destrucción de los mismos quiso responder ante las cámaras.
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