Alfonso Casani – FUNCI
Hace aproximadamente un mes, cuando comenzaba el periplo sanitario y de confinamiento en que se encuentra Madrid, y se anunciaban las primeras restricciones con las que hacer frente al ascenso irrefrenable que ha vivido la capital española desde la vuelta de las vacaciones, Isabel Díaz Ayuso, presidenta de esta Comunidad Autónoma, justificó el cierre parcial de la cuidad aludiendo a las insalubres prácticas y costumbres de la inmigración que reside en los barrios residenciales del sur de la capital. El argumento y la decisión política de cerrar el sur de Madrid abría un doble debate, en torno a la aporofobia y al racismo e islamofobia. Su relación, y la forma en que la aporofobia se entronca con la islamofobia, constituye el objeto de reflexión de esta noticia.
«Los contagios se están produciendo entre otras cosas, por el modo de vida que tiene nuestra inmigración en Madrid», afirmó la presidenta de la Comunidad, al tiempo que aludía a la densidad de población de estas zonas. Con estas declaraciones, no sólo ignoraba un sinfín de factores que también han contribuido a la reciente intensificación en la propagación del virus (el fin del periodo vacacional y la reapertura de los colegios, el mantenimiento de la actividad económica, el uso y frecuencia del transporte público, etc.), sino que recurría a un discurso xenófobo y populista, que buscaba hacer de la inmigración el chivo expiatorio de las medidas que estaban por venir. Las medidas anunciadas, que consistían en dividir Madrid en distintas zonas sanitarias y confinar aquellas con un alto número de contagios, y que afectaba principalmente a barrios de bajos ingresos, fue altamente contestada por la sociedad civil. También lo fue el discurso defendido por Ayuso. El partido político Unidas Podemos acusó a la presidenta de racista en la Asamblea de la Comunidad de Madrid, al tiempo que sus palabras eran altamente contestadas en las redes.
Racismo y pobreza
La pregunta, sin embargo, ya se había planteado: ¿hasta qué punto permite la pobreza sustentar el racismo y la islamofobia? El término de aporofobia (“fobia a los pobres”) fue acuñado por la filósofa Adela Cortina para referirse a la exclusión y discriminación de la que son objetos los sectores más desfavorecidos de la población, y cómo este abandono que experimentan cuestiona los propios principios sobre los que se asienta la democracia.
De acuerdo con Cortina, esta aporofobia constituye un elemento común de la xenofobia, la homofobia y la islamofobia. Esta catedrática de ética y filosofía política observa un comportamiento diferente cuando el extranjero, el homosexual y el musulmán tienen recursos económicos, y cuando carecen de los mismos. Un musulmán pobre que vive humildemente en un barrio periférico de la ciudad no recibe el mismo trato que un empresario, también musulmán, trasladado a la ciudad para ejecutar negocios de alto nivel y alojado en un hotel de cinco estrellas, como tampoco lo recibe el presidente o ministro de un país de mayoría musulmana. Esta misma lógica puede aplicarse al conjunto de la población, más allá de su etnia o su religión.
Es cierto que la pobreza es utilizada en muchas ocasiones para contribuir a la imagen negativa de los inmigrantes y alimentar así los estereotipos en torno a estos, confundiendo miseria con los usos y costumbres de toda una población. Imágenes de refugiados sucios y cansados cruzando las fronteras o hacinados en asentamientos contribuyen a la representación de esta población como marginal, y nos distancian de nuestro posible reconocimiento mutuo, mitigando nuestra empatía. De igual modo, en países como Dinamarca, organizaciones civiles denunciaban cómo los refugiados son obligados a entregar sus pertenencias al llegar a la frontera para entrar en el país. Esto les sitúa automáticamente en una situación de exclusión y dependencia.
La pobreza es utilizada en muchas ocasiones para contribuir a la imagen negativa de los inmigrantes y alimentar los estereotipos en torno a estos, confundiendo miseria con los usos y costumbres de toda una población.
Algo similar ocurre con los empleos de baja cualificación entre la población inmigrante (a menudo potenciados por la falta de oportunidades laborales, el estatus jurídico del migrante o la falta de reconocimiento de estudios entre el país de procedencia y el país receptor), que afectan al estatus social con el que la población inmigrante es percibida por la población receptora, al tiempo que debilitan sus derechos jurídicos. Es el caso, sin ir más lejos, de los temporeros en España, que el último año han dejado escenas tan denigrantes como la criminalización de los temporeros que denunciaban, este mismo verano, las condiciones paupérrimas en que vivían y la falta de medidas de prevención ante el coronavirus, o el de las denuncias de agresiones sexuales contra las trabajadoras de la fresa en Huelva.
Si volvemos al ejemplo con el que comenzábamos este artículo, diremos que el hecho de que una familia numerosa viva hacinada en un piso de escasos metros cuadrados no es un reflejo cultural, sino un síntoma de pobreza y dificultades económicas.
Islamofobia más allá del dinero
Pero, esta discriminación ¿es sólo consecuencia de la pobreza? Es cierto que no reciben el mismo trato las trabajadoras de la fresa que los ejecutivos del golfo pérsico alojados en el hotel Sheraton, ni estos que los futbolistas jugando en primera división. Y, sin embargo, todos ellos se enfrentan a unos prejuicios similares, una desconfianza que hunde sus raíces en su religión o su raza y, en definitiva, a un proceso de extranjerización que les percibe como ajenos a nuestra sociedad.
Los factores que contribuyen a la islamofobia son numerosos y no todos ellos se apoyan en razones económicas; también son políticos, históricos, culturales o relacionados con la seguridad. Se apoyan sobre una concepción monolítica del islam, y esta es asimilada a los peores aspectos percibidos desde el exterior: intransigencia religiosa, ausencia de derechos humanos, discriminación de la mujer, violencia, subdesarrollo… Como consecuencia de esta imagen externa, los musulmanes son asociados con el inmigrante pobre, al tiempo que se les ridiculiza como autócratas simples sustentados por sus petrodólares. Representan al mismo tiempo a quienes desembarcan en pateras procedentes de África, a los exiliados de las guerras de Oriente Medio y a las tribus nómadas del Golfo que descubrieron pozos de petróleo de manera fortuita a comienzos del siglo pasado.
Recurriendo a un ejemplo de sobra conocido, en 2013 Coca-Cola publicaba un anuncio en la Superbowl que mostraba a distintos grupos en una carrera a través del desierto por alcanzar una refrescante botella de esta marca. Vaqueros, animadoras, motoristas de una distopía inspirada en la película de Mad Max y un árabe en ropa tradicional y camello competían por alcanzar el ansiado premio. Y, sin embargo, mientras los tres primeros grupos mostraban una competición ajustada, el árabe forcejeaba con su camello, incapaz de avanzar por el desierto y quedando excluido de la carrera. Se veía, así, relegado al elemento cómico de la escena. Este ejemplo, aunque muy superficial, muestra cómo la islamofobia supera este componente económico, para basarse en lo que parece un antagonismo entre Occidente y el islam, entre modernidad y tradición. Como ya destacó Edward Said en su conocida obra Orientalismo, esta representación peyorativa ha sido común en el cine y en la literatura occidental, y se encuentra cada vez más presente en el ámbito político europeo y estadounidense, desde las restricciones en las fronteras impuestas por el presidente Trump hasta las declaraciones de Ayuso, pasando por el nuevo proyecto de ley de Macron contra el separatismo o las políticas migratorias promovidas en Italia durante los últimos años.
En este mismo marco se sitúa el tenso reconocimiento de nuestro pasado andalusí y la construcción de la identidad e historia nacional española, cuyo componente tiene un carácter marcadamente histórico-político.
Pobreza y subdesarrollo
Cuando la organización Runnymede Trust definió la islamofobia en los años 90, la identificó con un prejuicio que consideraba al islam como un bloque monolítico y estático, primitivo, irracional, bárbaro y sexista, violento y hostil, y ausente de valores comunes con Occidente. La pobreza, o más bien, el subdesarrollo económico y el autoritarismo existente en distintas regiones, son a menudo empleados para apoyar la mayoría de los prejuicios enumerados, una justificación que no se sustenta en la religión en sí, sino en las características socio-económicas de los países con los que se la relaciona.
En lo que respecta a la aporofobia, como ya denunció Cortina, es un fenómeno transversal que tiñe toda discriminación y contiene un fuerte componente neoliberal que trasciende la islamofobia. El pobre es, lamentablemente, discriminado por ser pobre, y sólo cuando este adquiere un carácter racializado, esta discriminación se convierte en racismo e islamofobia.
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