Desde hace una semana, somos testigos de una brutal represión de las comunidades musulmanas en Nueva Delhi, India, que se ha saldado con varias decenas de muertos. Más preocupantes son las acusaciones que rodean este conflicto social, de permisividad e incluso connivencia por parte de las autoridades del país.
Alfonso Casani – FUNCI
El inicio de la persecución se remonta al pasado 22 de febrero en Nueva Delhi, capital de la India, con el estallido de enfrentamientos entre grupos hindúes y musulmanes durante una manifestación contra la Ley de ciudadanía aprobada por el presidente Modi y coincidiendo con la visita del presidente Trump al país. Desde entonces, este conflicto ha desembocado en una ola de violencia contra la minoría musulmana que reside en la capital, que se ha plasmado en la quema de mezquita y hogares de estos residentes, violencia callejera y linchamientos de sus habitantes. Aunque se desconoce la cifra exacta de muertes ocurridas hasta el momento, las estimaciones ofrecidas por los medios de comunicación calculan que el número de víctimas supera ya las tres decenas.
Estas persecuciones no son sólo una consecuencia de la discriminación religiosa de la que es víctima la población musulmana en el país, sino que, también, reflejan una motivación nacionalista de carácter hindú. La pasividad que está caracterizando el comportamiento de las autoridades (el presidente Modi no aludió a las protestas hasta tres días más tarde, a través de un tweet genérico con el que llamaba a la calma) y de las fuerzas de seguridad ha conducido a algunos académicos y observadores a alertar de la posibilidad de que esta violencia desemboque en un auténtico pogromo contra la población musulmana.
Los acontecimientos de la India se convierten, desde esta perspectiva, en un reflejo de la discriminación estructural de la que es víctima la comunidad musulmana desde hace décadas, sin excluir tampoco graves episodios contras las comunidades cristianas locales. Esta violencia se convierte, así, en una consecuencia de la postura que mantiene parte del entramado político del país (incluyendo el partido en el poder, el partido Bharatiya Janata, BJP, liderado por el presidente Modi) y las últimas medidas adoptadas por el gobierno.
Unos disturbios entre medidas jurídicas discriminatorias
La pasividad que está caracterizando el comportamiento de las autoridades y de las fuerzas de seguridad ha conducido a académicos y observadores a alertar de la posibilidad de que esta violencia desemboque en un auténtico pogromo contra la población musulmana.
Distintos acontecimientos recientes han contribuido al estallido de esta persecución. El factor más reciente se encuentra en la Ley de Ciudadanía aprobada el pasado 11 de diciembre, que tiene por objeto conceder la ciudadanía india a las minorías religiosas extranjeras que han encontrado refugio en el país y residen en éste ilegalmente. La ley fue ampliamente criticada por excluir activamente el reconocimiento de la población refugiada musulmana. Su promulgación fue el comienzo de una oleada de protestas sociales que se extienden hasta la actualidad.
Esta decisión se enmarca en un fortalecimiento del carácter nacionalista del partido BJP, tradicionalmente de corte nacionalista e hindú. La aprobación de la ley se une a otras medidas discriminatorias, como la promoción de figuras islamófobas, la revocación de la autonomía de Cachemira (único Estado de mayoría musulmana) o el posicionamiento del partido a favor de la construcción de un templo hindú sobre las ruinas de la mezquita de Babur (tras una sentencia del Tribunal Supremo que ponía fin a un larga disputa legal).
Un deber de modificar la historia
Los disturbios actuales forman parte de un marco general de discriminación de la población musulmana por parte del Estado. Esta discriminación contribuye a legitimar la violencia que se vive en las calles.
No es la primera vez que se producen estas persecuciones de carácter étnico y religioso. En 1984, tras el asesinato de Indira Gandhi, más de 3.000 sikhs fueron asesinados en disturbios callejeros. De nuevo, en 2002, casi mil musulmanes fueron asesinados durante unos disturbios en el estado de Gujarat, del que Modi era gobernador. Ya en ese momento, su actuación fue acusada de pasividad ante la persecución y matanza de musulmanes.
India no debe permitir que estas situaciones se repitan y debe poner fin a la persecución de musulmanes a la que asistimos en la actualidad. Sin embargo, como reflexiona este artículo, no sólo se debe poner fin a la violencia contra esta comunidad religiosa. Los disturbios actuales forman parte de un marco general de discriminación de la población musulmana por parte del Estado. Este marco contribuye a legitimar la violencia y represión de las minorías de la que hoy estamos siendo testigos, y que afecta a un amplio espectro de comunidades étnicas y religiosas, como son también los sikhs y las comunidades cristianas del país. Es por ello que India debe abordar la discriminación contra estas comunidades en todos sus niveles, promover un ordenamiento jurídico más igualitario y respetar los derechos de sus ciudadanos, de forma que contribuya a la convivencia pacífica entre etnias y comunidades religiosas del país.
Foto de portada: Cablenoticias
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