Alfonso Casani – FUNCI
La expansión de la covid-19 en marzo y la consiguiente proclamación de una pandemia mundial por parte de la Organización Mundial de la Salud (OMS) han acaparado la atención mundial durante la mayor parte de 2020 y parece que continuará acaparándola en 2021. Como resultado de este exceso de atención, numerosas cuestiones han sido relegadas o han desparecido de la agenda política y mediática. Tal ha sido el caso de la población refugiada, desparecida de las portadas y medios de comunicación desde hace casi un año.
Pese a ello, su situación se ha agravado considerablemente como consecuencia de la pandemia. La población en riesgo y vulnerable ha sido la más afectada por la crisis sanitaria, en contextos en los que no siempre han tenido acceso a las infraestructuras o los recursos básicos recomendados por la OMS. Este artículo recoge algunas de las muchas dificultades a las que se ha enfrentado este colectivo a lo largo del último año, al tiempo que pretende actuar como llamamiento a tomar una mayor conciencia sobre la población refugiada y la necesidad de devolver a ésta al centro de la atención mediática.
La situación de los refugiados y el impacto de la pandemia
De acuerdo con las cifras aportadas por la Agencia de Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR), en la actualidad hay casi 26 millones de refugiados viviendo fuera de sus países de origen, además de 41 millones de personas desplazadas internamente. Si nos centramos en el norte de África y Oriente Medio, se estima que más de 6,5 millones de personas se han desplazado a causa de la guerra civil Siria, más de 290 mil a causa de la guerra en Libia, 5,5 millones de personas en Yemen desde el inicio de la guerra en 2015, y más de 2 millones de personas en Iraq.
Parte de esta población se encuentra a la espera de reasentamiento, en campos de refugiados o residiendo temporalmente en países de tránsito, en situación precarias que los hace especialmente vulnerables al deterioro de la situación sanitaria.
La respuesta de cada país ha sido relativamente homogénea, guiada por las recomendaciones emitidas por los expertos de la OMS: cierre de fronteras, confinamiento total o parcial en los hogares, implantación de medidas sanitarias de prevención y distanciamiento, y suspensión temporal de toda actividad económica no esencial. Todas estas medidas, aunque necesarias, han tenido consecuencias perniciosas para la población refugiada.
Un aspecto especialmente notable ha sido la imposición de medidas de restricción a la movilidad, el cierre de fronteras y la disminución de rutas posibles de traslado para la población emigrada. A finales de septiembre, ACNUR ya alertaba que, entre enero y septiembre, tan solo 15.425 refugiados habían sido reasentados, apenas una cuarta parte de la cifra registrada en ese mismo periodo en 2019. A esta alarmante notica, debe añadirse la paralización de la mayoría de los programas de reasentamiento a causa de la pandemia, y la desaparición de una gran parte de las rutas de traslado legales, que dejan como única opción aquellas más peligrosas y que entrañan mayores índices de mortalidad.
Las condiciones insalubres de los campos de refugiados constituyen una segunda causa de riesgo de contacto. Desde el comienzo de la pandemia, Médicos Sin Fronteras ha advertido sobre las pésimas condiciones sanitarias de muchos campos de refugiados, carentes de suficientes instalaciones sanitarias para asegurar unas condiciones higiénicas adecuadas y, en su mayoría, con un exceso de población que evita cualquier posible respeto de las medias de distanciamiento social.
El ejemplo paradigmático de Grecia
Desde el comienzo de la pandemia, Médicos Sin Fronteras ha advertido sobre las pésimas condiciones sanitarias de muchos campos de refugiados.
La grave situación de los refugiados vivida en Grecia da buena cuenta de esta vulnerabilidad. Paradigmática, la experiencia vivida en este país puede extenderse a todos aquellos Estados con campamentos de refugiados o colaborando en el reasentamiento de los mismos. Grecia vivió su primer caso de contagio en un campo de refugiados en abril de 2020. Previamente, Médicos sin Fronteras ya había denunciado que en campamentos como el de Moria (en la isla de Lesbos) convivían más de 1.300 personas con acceso a un solo grifo. En este campamento, con un aforo previsto para 3.000 personas, conviven más de 13.000. Como consecuencia de este exceso de población, las infraestructuras del centro se vieron rápidamente deterioradas, con colas de horas para conseguir comida u otros bienes necesarios, que finalmente desembocó en el incendio y destrucción del campamento por parte de sus propios habitantes. Como afirmaba Human Rights Watch en un comunicado:
«Forzar a la gente, algunos de los cuales son poblaciones de riesgo y que podrían enfermar gravemente y hasta morir, a vivir en unas condiciones de hacinamiento insalubres, apretujados en espacios pequeños, es una receta perfecta para la propagación del virus, sin mencionar que es algo degradante e inhumano».
Tras una semana en la calle, las autoridades griegas comenzaron a construir un nuevo campamento que reprodujese las insalubres condiciones del centro previamente destruido. Este hecho no solo muestra la falta de respuestas innovadoras, sino también la presión psicológica y emocional existente sobre los refugiados, agravada por la pandemia y que continúa siendo una cuestión mayoritariamente ignorada.
La reconstrucción del campamento de Moria no solo muestra la falta de respuestas innovadoras, sino también la presión psicológica y emocional existente sobre los refugiados.
A esta pésima situación debe sumarse las negativas consecuencias económicas de la pandemia que ya planean sobre Europa y a escala global. El Banco Mundial ha alertado de que más de 88 millones de personas han caído en la pobreza extrema este año 2020, al tiempo que el PIB global disminuía hasta finalizar el año con un déficit del 4,36%. El impacto económico se traducirá en un aumento del paro y mayores tensiones sobre los Estados del bienestar de cada país, una disminución de las remesas enviadas por la población migrante y un mayor endeudamiento de los países menos desarrollados. Este contexto hace previsible una reducción de las ayudas a la población refugiada y un endurecimiento de las medidas de acogida.
Racismo e intolerancia
Esta presión económica puede traducirse en una mayor estigmatización de la población extranjera y la adopción de una retórica racista y proteccionista, una corriente ya extendida en Occidente a lo largo de estos últimos años. Sin ningún tipo de base científica, la población refugiada y migrante es, a menudo, relacionada con la covid-19 o identificados como portadores de enfermedades de forma más general. Al tiempo que la mayor vulnerabilidad de la población y las repercusiones económicas de la crisis sanitaria allanan el camino para movimientos populistas y reaccionarios.
En esta línea, el último informe publicado por el Observatorio Español del Racismo y Xenofobia (OBERAXE) sobre el discurso de odio en las redes, por ejemplo, recogía un aumento de la islamofobia del 11,4%, ascendiendo hasta el 19% de todos los casos de discurso de odio analizados en España (de un total de casi 500 casos recogidos). A esta cifra debe sumársele un 23,6% de casos dirigidos contra la población migrante en general.
En definitiva, y recurriendo a las declaraciones de Michelle Bachelet, Alta comisionada de la ONU para los derechos humanos:
“El coronavirus también pondrá a prueba, sin duda, nuestros principios, valores y humanidad compartida”.
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