Este artículo reflexiona sobre la crisis de valores que está experimentando Europa en la actualidad, de la cual puede encontrarse su mejor ejemplo en el rechazo y la indiferencia que la crisis de refugiados ha generado entre las élites políticas europeas. A medida que se intensifica el flujo migratorio de refugiados y que más y más personas fallecen en el Mediterráneo, Europa parece mostrarse más pasiva ante el problema, de forma que, como afirma Natalie Nougayrède, autora de este artículo: “no es Europa la que está haciendo frente a una crisis de refugiados y emigrantes, sino que son los refugiados los que están afrontando una crisis europea”.
Es muy posible que en el futuro próximo, la inmigración continúe siendo un tema central en las políticas europeas. Fue un tema candente en la campaña del referéndum británico, aunque fuera sólo en lo referente a la inmigración entre los estados miembros, y será una cuestión predominante, tanto en las próximas elecciones alemanas como en las francesas (centrándose, aquí, en la inmigración proveniente de fuera de Europa). En el verano del 2015, Ángela Merkel predijo que la inmigración y el asilo serían, “en el futuro, una preocupación mayor” para Europa, de lo que lo habían sido los asuntos financieros. Un año después, hay pocos motivos lo niegan.
Según las Naciones Unidas, desde el comienzo del año, un total de 3.800 personas han fallecido en el Mediterráneo. Aunque Europa haya cerrado las rutas del Egeo y de los Balcanes, en un intento desesperado por llegar a Italia cada vez más personas están muriendo en el Mediterráneo central.
Un fuerte impacto sobre la política europea
El tema de la inmigración ha moldeado el discurso político en Europa y parece que continuará haciéndolo. Por un lado, tenemos a los internacionalistas liberales, defensores de los derechos fundamentales de asilo o del sueño de un mundo sin fronteras; por otro, a los xenófobos pro-muros, que ven en la inmigración una versión moderna de las invasiones bárbaras, la cual amenaza a la cultura y a la civilización. Son estos últimos los que predominan.
Uno de los daños colaterales de las políticas pos-verdad es que, no sólo se distorsiona el presente, sino que también se reescribe el pasado. Distintos vídeos racistas representan en internet las fantasías europeas del “antes” y del “después” de la migración. El “antes” se representa con escenas de los cincuenta, de calles, tiendas y parques impolutos, en los que personas blancas pasean y se divierten felizmente. En el “después”, hay grupos de hombres de tez oscura atacando a mujeres, amotinándose contra la policía y gritando “Allahu Akbar” (“Alá es grande”).
El discurso de los intolerantes sostiene que nuestro mundo europeo se está hundiendo ante la llegada masiva de culturas con las que es imposible relacionarse.
En Francia, una gran parte de la derecha y, definitivamente, de la extrema derecha ha aceptado la teoría del “gran reemplazo”. Ésta defiende que, como consecuencia de la inmigración, el núcleo de población nacional será reemplazado por extranjeros no europeos, que harán naufragar la identidad nacional. También hay ecos de ello en el movimiento alemán PEGIDA, cuyo nombre completo es “Patriotas Europeos contra la Islamización de Occidente”.
Desacreditar estos mitos puede ser una tarea ardua. El odio y las pasiones rebasan los enfoques racionales y los hechos documentados son olvidados. Es aún más duro cuando se ignora, no se enseña o se olvida el largo historial europeo de constantes movimientos poblacionales y de mezcla intercultural. Por ejemplo, generalmente, se dice que la llegada a Francia de árabes y musulmanes comenzó con los esfuerzos de reconstrucción de la Segunda Guerra Mundial, cuando este país necesitaba una nueva fuerza de trabajo, o tras la independencia de Argelia en 1962. Sin embargo, los argelinos, sobre todo los de la Cabilia, llevan en Francia al menos 100 años. El historiador francés Benjamin Stora considera que el verdadero reto de la inmigración es el “desafío de conocer al otro”, y esto es algo que funciona en ambos sentidos.
La crisis de los refugiados del 2015 ha servido de espejo a los europeos: les ha obligado a preguntarse quiénes son, cómo se definen y cuáles son sus actos. Los 1.3 millones de refugiados que el año pasado alcanzaron el continente, únicamente representaba el 0.2% del total de la población europea. Esto debería haber sido algo manejable. Alemania únicamente acogió a 800.000, lo que equivale al 1% de su población. Es el mismo número que acogió en 1992, cuando la gente huía de la Guerra de los Balcanes y los alemanes étnicos se iban de la antigua Unión Soviética.
Una crisis de valores
Si en el 2015 hubo una crisis, ésta tuvo menos que ver con los refugiados, los cuales sabían de lo que huían y a donde querían ir, y mucho más con los gobiernos europeos y sus sociedades, que no intensificaron sus medidas. De hecho, no es Europa la que está haciendo frente a una crisis de refugiados y emigrantes, sino que son los refugiados los que están afrontando una crisis europea.
Europa necesita a la inmigración como una inyección de juventud y de dinamismo, en caso de que en las próximas décadas quiera hacer frente a su fuerza de trabajo y a los problemas de las pensiones
Los demógrafos han señalado que el 2014 fue un año crucial para la migración europea. Según el demógrafo francés François Héran, ese año fue cuando Europa sobrepasó, por primera vez, a los Estados Unidos como destino para la inmigración. Alrededor de 1.9 millones de inmigrantes legales llegaron a la UE (con una población de 508 millones) y 1 millón a los Estados Unidos (con una población de unos 319 millones). En consecuencia, el índice europeo pasó a ser de 3.7 inmigrantes legales por cada 1,000 habitantes, mientras que el de los Estados Unidos era de 3.1. Ésta es la nueva realidad transformadora que muchos de los europeos aún no han querido reconocer.
Históricamente, Europa exportaba a su población, tanto a las lejanas posesiones coloniales para su conquista y dominio, como al Nuevo Mundo, como consecuencia de la pobreza, la persecución o la guerra. Ahora se ha convertido en un imán primordial y un refugio para aquellos que buscan seguridad y una vida mejor. Simplemente somos más ricos y más estables que otras zonas del mundo.
Y nuestra diversidad está comenzado a crecer, pero no en el escenario del “gran reemplazo”. Europa necesita a la inmigración como una inyección de juventud y de dinamismo, en caso de que en las próximas décadas quiera hacer frente a su fuerza de trabajo y a los problemas de las pensiones.
Los europeos fueron, hace tiempo, una masa apiñada llegando en barcos a la isla de Ellis, en Nueva York, o a Pier 21, en Halifax, la puerta de entrada a Canadá para los inmigrantes. Ambos lugares son ahora museos. Visité Pier 21 hace unos pocos años y estuve mirando las fotografías de los refugiados húngaros, que había huido de la represión del levantamiento de Budapest de 1956 y que celebraban su llegada. Quizás debería mirarlas el primer ministro húngaro, Viktor Orbán, auto-declarado intolerante y principal defensor del rechazo a los inmigrantes. Quizás otros políticos europeos también deberían mirarlas.
Tanto Canadá como Estados Unidos son países cuya creación estuvo marcada por el movimiento poblacional hacia costas lejanas. Las naciones europeas tienen unas raíces distintas, pero podrían inspirarse en la capacidad para formar un discurso positivo, que abrace la inmigración en vez de tratarla principalmente como una amenaza. Europa, como el nuevo continente de la inmigración, va a necesitar esta narrativa.
Fuente: The Guardian
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