En este artículo, la periodista Jihad Abaza narra su experiencia durante su visita a la Mezquita-Catedral de Córdoba y la desconfianza y discriminación que encontró durante la misma. Este hecho le conduce a realizarse múltiples preguntas, ¿está justificado ese trato? ¿Por qué existe tal desigualdad en las condiciones de viaje a las que se enfrentan los occidentales y los no occidentales? Y, sobre todo, ¿puede hablarse de una islamofobia de género por la que esta discriminación repercute más sobre las mujeres?
Como cualquier otro turista dentro de esta “mezquita-catedral”, di una vuelta alrededor del edificio disfrutando de la arquitectura. Sin embargo, a diferencia de ellos, lo hice mientras la policía me seguía y observaba. Me observaban y hablaban por sus radios. Yo les devolvía la mirada y después contemplaba los complejos muros del monumento, construido en el año 785 sobre unos restos visigodos y que, que posteriormente, llegaría a convertirse en uno de los focos andalusíes de mayor influencia, antes de transformarse en una iglesia en el siglo XIII.
Aunque ya me había molestado la forma en la que sus ojos se posaban sobre mí, como si mi mera presencia dentro del edificio fuese una amenaza, me dije a mí misma que todo estaba bien. No era la primera vez que me consideraban sospechosa por mi apariencia.
En un momento de mi visita, un estadounidense musulmán y un mejicano musulmán que también estaban visitando el monumento, me pidieron que les hiciera una foto en posición de rezo. A pesar del hecho de que el lugar ha sido un sitio de veneración tanto para musulmanes como para cristianos, está prohibido para los musulmanes rezar en su interior.
Los policías y los guardias reaccionaron rápidamente y, aunque no conocíamos esta norma, comenzó una discusión. Uno de los policías insistió en que yo hablaba español y que mentía sobre ello, a pesar de repetirle varias veces que no entendía la mayor parte de lo que decía.
Al poco tiempo, el estadounidense musulmán pudo irse sin problemas (su “musulmanidad” no era visible), yo decidí seguir andando por dentro del monumento, a pesar de la mirada constante de los policías. Me dije a mí misma que todo estaba bien, porque pensaba que la cosa no llegaría a más.
Preguntas por doquier
No esperaba encontrarme, en el patio del edificio junto a la salida, con, por lo menos, seis o siete policías completamente uniformados, de los cuales uno me contemplaba rígido con su pistola. Me estaban mirando fijamente, esperando y yo estaba asustada ante mirada intimidatoria. Había con ellos una mujer policía que rápidamente comenzó a cachearme y a registrar mi bolso.
Afortunadamente, Jalil, el mejicano, había salido conmigo y, aunque también le miraban con desconfianza, traducía lo que me decían. Saqué mi inservible pasaporte egipcio “tercermundista”, un pasaporte que solo me permitía estar en Europa diez días. A pesar de ser una de las ciudadanas del tercer mundo más privilegiadas, puedo hablar inglés, he seguido un plan de estudios de corte occidental en el colegio y he logrado obtener un visado, seguía siendo una de las “indeseables” de ese continente.
Las mujeres musulmanas experimentan una discriminación diferente a la de los hombres y por consiguiente son las que se llevan la peor parte de la violencia que acompaña a los prejuicios.
Me preguntaron qué hacía en España, mientras anotaban toda mi información, mi nombre, mi nacionalidad y mi número de pasaporte. Pero yo también tenía preguntas: ¿cuánto de esta exagerada (y muy abusiva) reacción se debía al hecho de que encajaba en las categorías de morena, musulmana y mujer? Si rezar iba en contra de las normas, bueno, técnicamente, no estaba rezando. Si por mi mera presencia era una amenaza para la seguridad del lugar, ¿no hubiese sido suficiente con que tan solo me hubieran estado esperando fuera dos policías?Algunos amigos españoles me explicaron que las reacciones de los policías se debían a los ataques terroristas que esporádicamente se han ido sucediendo por toda Europa. Consideraban, asimismo, que la controversia en torno al monumento es un factor importante que ayudaba a situar el incidente en su contexto. También contacté con la oficina de turismo de Córdoba que organiza visitas y vende entradas para este monumento, para ver qué opinaban sobre lo que me había sucedido, pero, a día de hoy, aún no he recibido respuesta.
Una “afortunada”
Desde que esto sucedió, he estado pensando mucho en lo humillante de esta experiencia. Fue en muchas maneras, significativa de las formas banales de violencia de género racista que muchas experimentan a diario, así como de la desigualdad que rodea a la circulación de las personas alrededor del mundo. Mientras que el estadounidense musulmán pudo abandonar el monumento sin volver a ser acosado o registrado por la policía, mi “musulmanidad” era más fácil de notar porque llevaba velo. Mi diferencia era visible.
Las mujeres musulmanas experimentan una discriminación diferente a la de los hombres y por consiguiente son las que se llevan la peor parte de la violencia que acompaña a los prejuicios. Como muchas han argumentado antes que yo, la islamofobia es una forma de discriminación de género particular.
Desde este punto de vista, es también importante reflexionar sobre los argumentos utilizados por los árabes cuando luchan contra la islamofobia en el llamado mundo occidental. Una gran parte del tiempo se ven obligados, ante las miradas discriminatorias, a resaltar y afirmar su “carácter americano”, o su “carácter británico”, o cualquier otra nacionalidad que tengan. Y se trata de un argumento válido, sobre todo ante insultos como el de “vete a tu país”. ¿Cómo les pueden decir que se vayan a sus países, cuando ya están en ellos? E incluso, ¿si este no fuera su país? ¿Es un crimen tan grande estar en Europa sin ser europeo? ¿Por qué tengo que pasar por un infierno para obtener un visado, cuando cualquier europeo necesita únicamente comprar un billete de avión para venir a mi país?
Si, finalmente, consigo llegar con éxito a Europa, voy a ser vigilada. Mis movimientos serán controlados. Deberé reiterar una y otra vez que no permaneceré durante mucho tiempo en el continente, que regresaré a mi “país” y que no represento una “amenaza”.
Y, aun así, seguiré siendo una de las “afortunadas” que habrá evitado las duras condiciones de tener que echarse al mar, como les ocurre a muchas mujeres (y hombres) porque sus visados van a ser inevitablemente rechazados. Sólo para ser tratada como un “otro ajeno” tras mi llegada a Europa.
Fuente: Middle East Eye
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