Esta pasada Navidad una ONG me pidió colaboración con el transporte de ayuda a gente necesitada. Llevaba de todo: ropa, juguetes, comida… Nada de eso lo había puesto yo. Sólo me encargué de transportar y entregar pesadas cajas. Fue una experiencia muy intensa, además de gratificante e instructiva.
En su inmensa mayoría, se trataba de familias de inmigrantes. Padres, enfermos, niños… gente muy castigada por la vida. Y a la vez sumamente agradecida. Recibí abrazos y lágrimas que yo no merecía, puesto que, insisto, sólo ejercía de transportista. El mérito lo tenían otros, en su mayoría parroquias o colegios de inspiración cristiana que habían recolectado el material.
Recuerdo especialmente el cariño con el que me recibió la familia de Mustafá, un marroquí que me invitó a pasar a su casa, me abrazó, me presentó a sus hijos y me hubiera invitado a tomar la comida que escaseaba en su nevera si yo no hubiera insistido en que debía seguir repartiendo ayuda a otras familias.
Me acompañó a la salida y me despidió con una franca sonrisa y una frase muy certera: “Todos somos hijos de Dios”.
Personas normales
No hablamos de religión, pero obviamente Mustafá intuía que yo era cristiano, al igual que yo supuse desde el principio que él se contaba entre los dos millones de musulmanes que hay en España.
Pero antes que todo eso, éramos dos personas normales con los buenos sentimientos y la educación que se les supone a las personas normales. Me bastaron unos pocos minutos para entender que si nos halláramos en situación opuesta, él haría lo mismo conmigo: él me traería ayuda, abrazaría a mis hijos y yo le reconocería también como hijo de Dios.
Hay muchas personas como Mustafá y muchas personas como yo: gente mejor o peor tratados por la vida, pero normal, discreta y bienintencionada. La inmensa mayoría de esas personas normales cree en algún tipo de trascendencia. Otras no, pero no por ello dejan de comportarse con educación o de albergar nobles sentimientos o de ser tan normal como cualquier otro.
La religión, ¿raíz de todos los males?
La religión o la increencia no otorga bondad ni maldad ‘per se’. Por eso no entiendo esa manía tan en boga hoy en día de insultar, menospreciar y vejar a cualquier creencia religiosa como si constituyese la raíz y origen de todas las perversiones, como muestra la portada de Charlie Hebdo que conmemora el primer aniversario de los asesinatos de sus periodistas.
¿Qué culpa tiene la democracia de que Robespierre guillotinara en su nombre a miles de franceses inocentes? ¿Tiramos al basurero de la Historia la “liberté”, “egalité” y “fraternité” por las paranoias de este individuo? ¿Expulsamos a todos los refugiados de Europa porque algunos de ellos hayan agredido a 200 mujeres en Colonia?
Cada viernes, cada sábado y cada domingo miles de millones de personas cumplen con sus compromisos religiosos sin desear la muerte de nadie. En muchos casos, incluso, sus prácticas religiosas les aumentan la fuerza para negarse a sí mismos y entregar su vida por el bien de los demás.
Resulta mezquino juzgar una creencia por el comportamiento extemporáneo de unos pocos. Es lo que hacen constantemente políticos ultras, de izquierda y derecha, y publicaciones como Charlie Hebdo, cuyo terrible atentado de hace un año recibió la condena unánime de las más altas autoridades religiosas, las mismas a las que esta publicación vilipendia, desdeña y caricaturiza semana tras semana con una saña indescriptible.
Así es la libertad. Unos la usan para mentir y ridiculizar lo más sagrado del prójimo y otros para matar a quienes no piensan como ellos. Pero otros, afortunadamente la mayoría, la emplean para extraer lo mejor de sí mismos y para dejar este mundo un poquito mejor de como lo encontraron.
Por eso no me sale manifestar eso de ‘JeSuisCharlie’. Me parece más útil para el bien de la sociedad decir que ‘JeSuisMustafá’.
Bosco Martín Algarra
Fuente: lainformacion.com
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