La siguiente entrada es un extracto del artículo de Bichara Khader Reflexiones sobre la islamofobia ‘ordinaria’, publicado en la revista Política Exterior. En este artículo, el autor trata de responder a diversas preguntas: ¿por qué surge la islamofobia? ¿Por qué en este momento? ¿Puede evitarse? ¿En qué se fundamenta?
¿Por qué la islamofobia y por qué ahora? (extracto de noticia)
El tema ha sido analizado con precisión por Abdellali Hajjat y Marwan Mohammed en su libro magistral Islamophobie: comment les élites françaises fabriquent le ‘problème musulman’. En opinión de estos autores, a la mayoría de los europeos les resulta difícil aceptar la “legitimidad presencial” de los musulmanes entre ellos, sobre todo cuando los musulmanes empiezan a cuestionar su condición inferior y exigen igualdad, no solo legal, sino también social. De hecho, los musulmanes de las primeras oleadas migratorias y sobre todo los jóvenes musulmanes nacidos en Europa y escolarizados en colegios públicos abandonan la idea de volver a la “tierra del islam” y quieren ser tratados como ciudadanos de pleno derecho y no como ciudadanos marginados. Por tanto, la cercanía a los musulmanes en un mismo territorio es lo que crea hostilidad hacia ellos porque los musulmanes reivindican con firmeza su “identidad musulmana”.
A la mayoría de los europeos les resulta difícil aceptar la “legitimidad presencial” de los musulmanes entre ellos
Naturalmente, si los musulmanes se integrasen en las sociedades de acogida, si dejasen a un lado las señales ostentosas como el velo, si practicasen su religión en privado o si evitasen los repliegues comunitarios, o si los “jóvenes europeos radicalizados” se abstuviesen de cometer atentados sangrientos, las cosas serían más sencillas. ¿Pero disminuiría automáticamente la islamofobia a raíz de eso? ¿Desaparecerían de la escena política los movimientos populistas, que con frecuencia son anti-inmigrantes y antimusulmanes?
Lo dudo, por dos razones principales. La primera es que la extrema derecha y los movimientos populistas se han desarrollado en un contexto de crisis del proyecto europeo y de pérdida de confianza en las políticas nacionales. Y como el proyecto europeo ya no seduce y pierde su atractivo, y los Estados nacionales europeos se muestran incapaces de solucionar el tema social, de permitir la realización personal y colectiva y de luchar contra la corrupción y las desigualdades, se crea un vacío ideológico en el que se introduce la extrema derecha. El hecho de centrarse en la inmigración y en el islam solo oculta un malestar más profundo, una sensación difusa de que Europa y sus Estados ya no son lo que eran: dominantes, optimistas, prósperos y movidos por un espíritu prometeico. La pérdida de referencias, los desafíos de la globalización, la aparición de nuevos actores económicos más agresivos y la disminución demográfica provocan un sentimiento de frustración generalizado que los partidos populistas explotan oportunamente. Por consiguiente, el vínculo entre el auge de la extrema derecha y la inmigración, sobre todo musulmana, no es determinante, ni mucho menos.
Este miedo está enraizado en la historia secular de la construcción del imaginario colectivo europeo y occidental sobre el islam, los musulmanes y los árabes
La segunda razón es que el miedo, e incluso la hostilidad hacia el islam y los musulmanes, van más allá de los círculos de la extrema derecha. Y este miedo está enraizado en la historia secular de la construcción del imaginario colectivo europeo y occidental sobre el islam, los musulmanes y los árabes, tal y como ha sido analizado en miles de obras, de las que citaré algunos títulos: L’Orient imaginaire : la vision politique occidentale de l’Est Méditerranéen, de Thierry Hentsch (Minuit, 1988); El Occidente medieval frente al islam: la imagen del otro, de Philippe Senac (Editorial Universidad de Granada, 2012); Empire du Mal contre Grand Satan ; treize siècles de culture de guerre entre l’Islam et l’Occident, de Claude Liauzu (Armand Colin, 2003) ; L’Europe et l’Orient, de George Corm (La Découverte, 1989) ; y L’Europe et l’Islam, de Hicham Djait (Seuil, 1978).
De hecho, a lo largo de estos 14 siglos, la relación entre Europa y el islam ha estado caracterizada por una serie de acontecimientos importantes como la conquista árabe de la península ibérica, las cruzadas, la toma de Constantinopla, la batalla de Lepanto, la colonización europea y las luchas de liberación nacional. Esa intimidad histórica no podía dejar de marcar el imaginario europeo, y luego occidental, dejando claro, por supuesto, que ni Occidente, ni Europa, ni con mayor razón los mundos del islam, constituyen bloques monolíticos con un imaginario único.
Recuperar un viejo conflicto
El primer contacto de los europeos con los musulmanes, a partir del 711, es un contacto bélico, con la conquista de la península ibérica. Al principio, en Europa, el árabe y el musulmán se consideraban unos adversarios militares temidos, es cierto, pero también admirados por su valentía y su arte de gobernar. Con las cruzadas, a partir de los siglos XII y XIII, los musulmanes eran vistos como adversarios religiosos ya que en los escritos de la época abundan los calificativos despectivos hacia el Profeta y hacia la religión musulmana. Se crea así el binomio islam-cristianismo. Con la caída de Granada en 1492, la instauración de la Inquisición y las primeras conquistas de América, los árabes quedaron relegados a la categoría de “diferencia ontológica”: ya no se les consideraba adversarios, sino diferentes. Entonces se produce la famosa división en el Mediterráneo: ellos y nosotros. A partir de la caída de Constantinopla, en 1454, la figura del turco amenazante sustituyó a la del árabe. La batalla de Lepanto, a finales del siglo XVI, fue una especie de respuesta a la caída de Constantinopla, en la que la Sublime Puerta sufrió su primer revés militar importante. Más tarde, en el siglo XIX, Turquía se convirtió en el “Hombre enfermo”.
Mientras, Europa confirmaba su poderío en todos los ámbitos. A partir del siglo XV, América del Sur, que se había vuelto latina, fue invadida por los españoles y portugueses, y las otras potencias europeas preparaban su asalto colonial al mundo árabe: la expedición de Napoleón Bonaparte a Egipto a partir de 1798 se fue al traste, pero a partir de 1830, se inició la colonización del Magreb (en diferentes formas) y del conjunto de los países árabes.
Durante esta larga noche colonial, la imagen de los árabes y de los musulmanes era variopinta: se les describía como indolentes, inmovilistas, mugrientos, fatalistas e incluso fanáticos, pero se les reconocían algunas virtudes como la solidaridad familiar, la acogida, la hospitalidad y la sencillez. La lectura de la literatura europea, sobre todo en el siglo XIX, resulta instructiva a este respecto… Pero lo que interesaba a los colonizadores no eran los habitantes, sino el espacio. Ahora bien, este se consideraba un “espacio culturalmente vacío” y, como la naturaleza odia el vacío, Europa venía a llenarlo. Algunos conceptos como “la misión civilizadora de Francia”, “la carga del hombre blanco” o “el destino manifiesto” servían de pretexto ideológico para justificar la colonización.
Europa, ¿un continente excepcional?
Hay que decir que Europa ha conseguido tantos avances en todos los ámbitos que ha llegado a considerar su trayectoria excepcional. Esta convicción de ser excepcional produce un sentimiento de superioridad, que es la base misma del eurocentrismo. Ya a partir del siglo XVII, Europa recuperó su herencia griega y dio importancia a sus raíces grecorromanas, igual que hoy se habla de las raíces judeocristianas. La aportación de los árabes y de los musulmanes a la civilización europea empezó a minimizarse, e incluso a ocultarse. Los árabes, que fueron excluidos de sus propios espacios por la colonización, se veían excluidos de la historia.
El Mediterráneo se convirtió entonces en la barrera entre el progreso y el inmovilismo, entre la tradición y la modernidad
Esta anexión de Grecia a Europa, decretada por los pensadores del Renacimiento y más tarde por Byron y Víctor Hugo, es la antesala de la división arbitraria en el Mediterráneo entre el Norte y el Sur, y entre el mundo del islam y Occidente, una división que se entiende que es permanente y que se da por sentada. El Mediterráneo se convirtió entonces en la barrera entre el progreso y el inmovilismo, entre la tradición y la modernidad, entre el espíritu prometeico y el espíritu fatalista, entre la razón y la metafísica y entre el Estado nacional y la umma islámica.
Así, la historia antigua y contemporánea proporciona un imaginario “del que cada uno puede extraer algo en lo que arraigar los conflictos contemporáneos” (Olivier Roy: “La peur de l’Islam”, París, Le Monde des Idées, 2015). Europa sigue viendo actualmente a los árabes y a los musulmanes como “una rareza inquietante”. Hicham Djait prefiere hablar de “adversarios íntimos”, porque no se odia a los que nos resultan totalmente extraños; Germaine Tillion habla de “enemigos complementarios”, ya que ambos existen oponiéndose; y Claude Liauzu ve Oriente como “la diferencia más cercana”.
Los 14 siglos de fricciones permanentes han ido aumentando la retahíla de clichés y de estereotipos en Europa sobre los árabes y los musulmanes. Y no desparecieron como por arte de magia en el siglo XX. Pero la guerra fría los relegó un poco a un segundo plano, porque el enemigo rojo eclipsaba al enemigo verde del islam. Occidente necesitaba a los árabes y a los musulmanes en su estrategia de contención de la amenaza soviética y comunista. Por eso estableció alianzas estratégicas con numerosos países árabes sin importarle ni su sistema político, ni su rigorismo religioso. Recordemos la movilización de voluntarios musulmanes en la guerra contra los soviéticos en Afganistán.
A veces nos preguntamos si la fabricación de la figura del enemigo no es un elemento estructurador de la propia identidad de Europa y de Occidente.
Pero desde el derrumbamiento del “Imperio del Mal” soviético, utilizando el término consagrado, el Oriente árabe y musulmán resurge como un fantasma: es el Oriente de la inquietud. Resurge con la figura de Osama bin Laden y la de los militantes barbudos de Al Qaeda o del grupo Estado Islámico, y ahora cada vez más con la figura del inmigrante musulmán, el demandante de asilo o el joven yihadista europeo. Terrorismo, integrismo e inmigración son las palabras clave que constituyen el grueso de la información occidental sobre Oriente. Las representaciones mediáticas resucitan la imagen de un Oriente eterno, guerrero, violento, machista, fanático y despótico. A veces nos preguntamos si la fabricación de la figura del enemigo no es un elemento estructurador de la propia identidad de Europa y de Occidente. ¿Cómo se puede explicar esta declaración del comandante en jefe de la OTAN, el general Calvin, en 1993, es decir mucho antes de los atentados del 11-S: “La guerra fría, la ganamos. Después de esta aberración de cerca de 70 años, hemos vuelto ahora a una situación conflictiva de 1.300 años de antigüedad, la que nos enfrenta al islam”. Estas palabras hielan la sangre.
Este regreso a la historia no tiene que llevarnos a error: Europa no es un bloque monolítico, y el miedo al islam no es una “enfermedad incurable” inherente a una especie de subconsciente colectivo europeo. Algunas grandísimas figuras europeas han escrito páginas magníficas sobre la civilización arabo-musulmana y han reconocido su aportación a la civilización mundial. Pero no es menos cierto que hoy, al igual que ayer, el musulmán sigue siendo la diferencia más cercana, el extraño más íntimo. Si a Europa le resulta difícil querer en ella a “sus musulmanes” es porque comparte con ellos la misma geografía, la misma historia, la misma memoria. Hasta cierto punto, las relaciones de Europa son más fáciles con los hindúes o con los budistas porque están lejos de la mirada y de la memoria.
Fuente: Política Exterior
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