El siguiente artículo recoge la participación de Daniel Gil-Benumeya, coordinador científico del Centro de Estudios del Madrid Islámico y profesor de la Universidad Complutense de Madrid, en el I Congreso Nacional Desmontando la Islamofobia, celebrado en Málaga el pasado 11-12 de diciembre de 2019 y organizado por la Asociación Marroquí para la Integración de Inmigrantes.
La islamofobia, igual que el racismo en general, suele tratarse a menudo como un exceso ideológico, como un problema de actitud en las relaciones interpersonales, actitud que a menudo se define en términos de «intolerancia» o «discurso de odio». En ese sentido, se relaciona con opciones políticas de ultraderecha, que son las que reproducen esa clase de discursos de un modo más manifiesto. Sin embargo, tanto la islamofobia como el racismo en general se manifiestan muy a menudo sin que intervengan discursos explícitamente racistas. Por ejemplo en las políticas públicas que criminalizan preventivamente a las personas musulmanas (como todo el ámbito de la llamada «prevención de la radicalización») o que sostienen la división social entre ciudadanos y no ciudadanos, personas con derechos y personas sin derechos (como las leyes y políticas de Extranjería). Debe tenerse en cuenta que el racismo es, ante todo, la naturalización de una relación de poder, y esta no se puede dar sin el concurso efectivo de los poderes públicos. Como han señalado diversos autores, el pilar y soporte fundamental de la islamofobia son las instituciones del Estado, sea cual sea el signo político bajo el que actúan y sean cuales sean las justificaciones discursivas que empleen, si es que lo hacen. En no pocas ocasiones, de hecho, las políticas que producen y reproducen la islamofobia —como las securitarias— se acompañan de discursos y declaraciones de intenciones pretendidamente antirracistas.
Tanto la islamofobia como el racismo en general se manifiestan muy a menudo sin que intervengan discursos explícitamente racistas.
Por otra parte, existen posiciones islamófobas y racistas que se sustentan en argumentos discursivos que pertenecen originalmente a la izquierda o a ámbitos progresistas. Deben señalarse en primer lugar los llamados postfascismos o «radicalismos de centro», que utilizan contra el islam y los musulmanes repertorios argumentales tomados tanto de la extrema derecha (como el nacionalismo exacerbado) como de la izquierda (la defensa del laicismo o del feminismo). Por otro lado, existen movimientos sociales inequívocamente progresistas que pueden actuar como (re)productores de islamofobia: los movimientos antirreligiosos y de defensa del laicismo, una parte del movimiento feminista y la izquierda que apoyó en su momento la invasión estadounidense de Iraq y Afganistán, inexistente en España, pero activa en otros países europeos.
Hablamos de islamofobia y otras formas de racismo porque es importante partir de la base de que la islamofobia no es únicamente una discriminación religiosa (aunque también) ni una expresión de odio o intolerancia. Sino una expresión de racismo, en el sentido más estructural y político del término. Es decir, una forma de organización social que tiene efectos en el acceso diferencial a los derechos y los recursos. Racismo en dos sentidos: primero porque racializa a las personas musulmanas, es decir, les atribuye una serie de características comunes y tendencias de comportamiento (como la «radicalización»); y segundo porque la mayoría de las víctimas de islamofobia son víctimas de racismo también por otras razones, es decir son personas no blancas en términos raciales (en Europa, inmigrantes poscoloniales y sus descendientes).
El racismo y la islamofobia en los movimientos sociales españoles
El antirracismo en España ha tenido tradicionalmente un terreno muy limitado, con dos características importantes. La primera, que ha manejado una idea de racismo basado en términos morales: ser racista o no serlo es una cuestión de consciencia personal y de educación, de «tolerancia» o bien de «odio» hacia el que es diferente. No se ha solido considerar el racismo como una estructura de poder sino como una actitud. La segunda característica es que la idea de racismo ha estado ligada exclusivamente a las migraciones. El referente del racismo siempre son los «inmigrantes» (incluidos sus descendientes nacidos y/o criados en España), lo que sirve para reforzar el mensaje de que no se trata de un problema que la sociedad española pueda considerar genuinamente propio. La islamofobia es un concepto aún más reciente que el racismo, y su presencia en las agendas de los movimientos sociales ha sido casi inexistente. Las iniciativas de lucha contra la islamofobia también han solido poner el acento en el binomio prejuicios/tolerancia. Pero además, han tendido a considerar la islamofobia como un problema de discriminación religiosa, lo que posiblemente influya en la indiferencia con que esta ha sido acogida en el ámbito predominantemente laico de los movimientos sociales.
En tiempos muy recientes, sin embargo, tanto la islamofobia como las cuestiones raciales en general han empezado a adquirir más importancia en los discursos y las prácticas de los movimientos sociales. Y ello por distintos motivos. Por un lado, la emergencia de nuevos agentes políticos no blancos (en términos de privilegio racial): personas de familia migrante, principalmente, aunque también personas gitanas que participan plenamente de la sociedad civil española y que al contrario que la mayoría de los activistas, sufren el racismo en sus propios cuerpos. Estos agentes reclaman una mayor centralidad política de aquello que les afecta, y además pueden hablar de ello sin necesidad de ser representados ni objetos de solidaridad, como venía sucediendo con las víctimas de racismo, sino sujetos políticos plenos. La segunda razón es que, en la medida en que las cuestiones ligadas a la inmigración, los refugiados, etcétera, han ido adquiriendo relevancia en el discurso de la derecha y la ultraderecha, el antirracismo ha aumentado su valor como marcador ideológico progresista. Esto se percibe más en los programas electorales recientes que en las agendas de los movimientos sociales, debido a que aquellos constituyen una declaración formal de principios respecto al adversario.
Por último, hay una mayor teorización, y por tanto una mayor politización, de la idea de racismo y de antirracismo. Estos nuevos activistas antirracistas no suelen presentar el racismo en términos morales, que son potencialmente asumibles desde cualquier posición política, sino en términos estructurales. Es decir, el racismo es una forma de organización social, que vertebra toda la sociedad y crea privilegios y exclusiones objetivos, con independencia de las posiciones subjetivas que uno adopte. Es un «antirracismo político», que incorpora una base teórica más fuerte que el antirracismo moral. Sin embargo también resulta más incómodo y menos asumible desde la neutralidad política, en la medida en que cuestiona mucho más los marcos establecidos. Por ejemplo, la ley de extranjería, las políticas de fronteras y por extensión el Estado nación tendrían, según el antirracismo político, un componente racista de por sí, lo que resulta complicado de asumir para una sociedad civil que admite o reivindica el marco conceptual del Estado nación. Y desde luego resulta inasumible desde las instituciones. La islamofobia se plantea en estos mismos términos estructurales, como un apéndice del racismo contra las personas procedentes (ellas o sus familias) de países de mayoría musulmana, para justificar proyectos de expansión neocolonial (en política internacional) así como para la creación de formas de apartheid en el interior de las sociedades del Norte global.
Esta politización del racismo y la islamofobia ha generado más interés por estas cuestiones en los movimientos sociales, pero también han dado lugar a reacciones y contranarrativas dentro de los mismos. Vemos cómo empiezan a perfilarse en España discursos islamófobos de corte progresista como los que se dan en otros lugares de Europa, y muy especialmente en Francia. Son discursos que se basan en diversos planteamientos. Debe destacarse en primer lugar el laicismo militante. Aunque este se dirige, en España, principalmente contra los privilegios de la Iglesia católica, afecta en mayor medida a las confesiones minoritarias (particularmente el islam), debido a la posición de debilidad estructural en que se encuentran algunas de estas confesiones y sus creyentes, y debido a que sus prácticas religiosas no son asimilables como tradiciones. En segundo lugar, hay que referirse a una parte del movimiento feminista, y en este punto, resulta crucial la aparición de nuevos agentes políticos de familia musulmana, que legitiman un discurso islamófobo asumible por todo el arco político, desde la izquierda a la que pertenecen —en su mayoría— hasta la ultraderecha. Estos actores, mayoritariamente mujeres, denuncian el islam en bloque como intrínsecamente opresivo y deslegitiman las opiniones tanto de los hombres musulmanes, a los que consideran interesados en perpetuar la opresión, como de las mujeres musulmanas, a las que consideran o bien alienadas o bien cómplices del «islamismo». En definitiva, se presentan como las únicas voces legítimas para hablar de islam y mujeres y su discurso recibe cada vez más atención. Estos discursos comparten afinidades con la derecha y la ultraderecha, y sobre todo con cierto discurso transversal a todo el arco político, basado en la crítica de la diversidad y la multiculturalidad, la idea de estar rebelándose contra «la dictadura de lo políticamente correcto» y cierto antiintelectualismo o pretensión de estar verbalizando «lo que todo el mundo sabe pero nadie se atreve a decir».
¿Cómo contestar la islamofobia desde los movimientos sociales?
Como primera medida, sería importante entender la importancia social de la islamofobia y el racismo y sus implicaciones. No es un problema que afecte solo a las personas musulmanas ni a la práctica religiosa.
Como primera medida, sería importante entender la importancia social de la islamofobia y el racismo y sus implicaciones. No es un problema que afecte solo a las personas musulmanas ni a la práctica religiosa. Tampoco es un problema solo de los extranjeros. Es un proyecto de organización social global que tiene efectos extendidos, por ejemplo en la precarización laboral, el recorte de libertades, el control sobre el cuerpo de las mujeres, las guerras y el expolio en diversos países, etcétera. Es un dispositivo más de los que Achille Mbembe llama necropolítica: el uso del poder social y político para dictar cómo algunas personas pueden vivir y cómo algunas deben morir. La segunda medida es entender que los llamados discursos de odio son solo la manifestación más evidente del racismo y la islamofobia, pero no la única ni la más importante. El racismo es una relación de poder y en ese sentido es imprescindible el concurso de los poderes establecidos, también los poderes públicos. De hecho, los efectos reales del racismo y la islamofobia proceden más de prácticas de exclusión legitimadas que se ejercen de manera neutra y desapasionada que de los llamados «discursos de odio». Y la tercera medida es tener en cuenta que aunque la islamofobia no sea solo una discriminación religiosa, también es una discriminación religiosa. En ese sentido, debe revisarse la idea de laicismo, en dos sentidos. Primero, legitimar el derecho a tener creencias y prácticas religiosas, en privado y en público, individual y colectivamente. Y la segunda, que la crítica a la instrumentalización de las religiones como elementos de justificación de desigualdades y opresiones es necesaria, pero debe hacerse con los propios creyentes, y no al margen de ellos. Esto es especialmente necesario en terrenos como el del islam y la igualdad de género, uno de los terrenos de confrontación más habituales, en el que las mujeres musulmanas están mejor posicionadas e informadas para hacer la crítica que la mayoría de las voces mediáticas y políticas que debaten sobre la cuestión.
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